domingo, 17 de abril de 2011

Homilia de Domingo de Ramos

Que el mundo se calle para que hable Dios.

Con enorme respeto y solemnidad los hijos de Dios escuchamos en este domingo la narración de la pasión de Nuestro Señor Jesucristo (Mt. 26, 14-27, 66); donde, en unos cuántos párrafos, el evangelio nos pone al descubierto las palabras, las actitudes, los gestos, los sentimientos, las decisiones y acciones más aberrantes de que el hombre es capaz. Hasta ahí quiso llegar Dios, a través de su Hijo, con la esperanza de que ante el hecho impactante de la cruz, el hombre guardara silencio para escucharlo a Él.

San Pablo resume en un himno el significado y el fin de la pasión de Cristo que nos presenta la lectura del evangelio de hoy: “Siendo Dios, no consideró que debía aferrarse a las prerrogativas de su condición divina, sino que, por el contrario, se anonadó a sí mismo, tomando la condición de siervo y se hizo semejante a los hombres. Así, hecho uno de ellos, se humilló a sí mismo y por obediencia aceptó incluso la muerte, y una muerte de Cruz” (Filipenses, 2, 6- 8). Desde su nacimiento ya era parte de la condición humana, pero si la condición humana estaba marcada por el pecado, y si la consecuencia más fatal del pecado era la muerte, entonces hasta ahí debía llegar para redimirnos. Pero falta algo, su muerte no es una muerte cualquiera, debía ser la peor de todas, la de la Cruz, para rescatar el peor de todos. Hasta ese grado llega la humildad de Cristo; humildad que queda probada en tres momentos álgidos: En la oración del huerto, donde vive la soledad de los suyos, quienes no tienen la capacidad de acompañarlo al tomar la decisión más firme y dolorosa: abrir paso a todo un viacrucis de dolor.

Es tan duro el momento que suplica al Padre: Si es posible que pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad sino la tuya. No es menos fácil comparecer ante Pilatos, signo de la prepotencia humana, que cree estar por encima de Dios. Y desde luego, este proceso de humillación llega a su culmen en la Cruz, donde queda expuesto a la burla de todos. Ahí donde los corazones marcados por el pecado creen haber vencido a Dios. Pero no es así, Cristo aceptó la Cruz como signo de obediencia al Padre y para instalar ahí en lo alto el trono del amor divino. Las inseguridades y los caprichos humanos que hicieron que Cristo llegara hasta la Cruz, ahora Él nos los regresa desde la misma Cruz, convertidos en amor, en perdón y en oportunidad de vida divina.

La Cruz no fue una derrota, sino la oportunidad para manifestar la plenitud de la gloria de Dios. Por eso señala San Pablo: “Dios lo exaltó sobre todas las cosas y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre, para que, al nombre de Jesús, todos doblen la rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos y todos reconozcan públicamente que Jesús es el Señor, para gloria de Dios Padre”(Filipenses, 2, 9-11). Así son los misterios de Dios, escoge la debilidad para que los poderosos del mundo se confundan, pensando que pueden vencerlo todo, pero Él tiene la capacidad de resurgir para bien de los creyentes. Por qué no guardar silencio ante estos misterios que sobrepasan nuestro entendimiento, para que ahora sea Dios quien nos hable desde la expresión más profunda de su amor: el misterio de la Cruz. Ante este misterio podemos preguntarnos: ¿Por qué? A lo que Jesús tiene la mejor respuesta: “Esta es mi sangre derramada por todos, para el perdón de los pecados” (Mt. 26,28).

Pbro. Carlos Sandoval Rangel

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