sábado, 2 de abril de 2011

Yo soy la luz del mundo.

             Homilia del IV domingo de cuaresma. (3 de abril de 2011)
            
            Cada gesto, cada palabra y, en general, cada acción de Jesús son una revelación de su ser y de su misión entre nosotros. Hoy nos encontramos con el milagro del ciego de nacimiento (Jn. 9, 1-41), a través del cual nos deja una enseñanza muy clara: “Jesús es la luz del mundo”. De hecho así es presentado en el prólogo del evangelio de San Juan: “La palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo” (Jn. 1, 9). Jesús es la luz del mundo, que viene para esclarecer mitos, tabús, engaños y falsas ideas, que esclavizan al ser humano. Este milagro del ciego de nacimiento se abre en dos dimensiones: una muy corporal, por eso el hombre adquirió la vista para ver las cosas de este mundo; pero sobre todo encontró la fe para entender el sentido verdadero de las mismas cosas del mundo, a la luz de los misterios de Dios.
Podemos subrayar algunos elementos significativos de este hecho:
Primero: quitar la falsa idea de que la enfermedad era un signo del pecado y por tanto equivalía a un castigo divino. Por eso, al ver al ciego, los discípulos le preguntan a Jesús: “Quién pecó, para que éste naciera ciego, él o sus padres? (Jn. 9, 2). A lo que Jesús responde de modo tajante: “Ni él pecó, ni tampoco sus padres. Nació así para que en él se manifestaran las obras de Dios” (Jn. 9,3). Cosa que el mismo ciego comprobaría más delante, al sentirse agraciado por Jesús. Con esto, Jesús, desecha de una vez para siempre esa falsa mentalidad; además que con toda su obra salvadora iluminara, en general, el enigma del dolor y de la muerte, que fuera de Dios se convierten en verdadera oscuridad.
Segundo: podemos advertir las diversas posturas ante la inminente presencia de Dios, mostrada en las palabras y milagros de Jesús. Los corazones sencillos, como el del ciego, reconocen inmediatamente a Jesús como el enviado de Dios. En cambio los soberbios se cierran en sí mismos, como si no tuvieran necesidad de salvación, que es el caso de los fariseos. Viendo no ven y oyendo no oyen. En resumidas cuentas, Jesús pone en claro cómo muchos no creen, no porque no vean o adviertan algo diferente, sino simplemente porque no quieren creer, de ahí la culpa por su incredulidad.
Tercero: este milagro es un anuncio del mismo bautismo, que limpia el alma, como se limpió aquel hombre, para poder admirar las maravillas de Dios y empezar a vivir con alegría, por la presencia de Dios. Como dice San Agustín: “Este ciego representa a la raza humana… Si la ceguera es la infidelidad, la iluminación es la fe… Lava sus ojos en el estanque cuyo nombré (Siloé) significa “el Enviado”: fue bautizado en Cristo” (Comentario al Evangelio de S. Juan, 44, 1-2).
Y por último, hago referencia a la actitud del ciego que fue curado: “Creo, Señor. Y postrándose, lo adoró” (Jn. 9, 37). Cuando permitimos que Jesús ilumine nuestra conciencia, nos será más fácil reconocerlo como salvador, como Hijo de Dios. Así no será un problema humildemente doblar nuestra rodilla para adorar al que nos honra con su presencia. Por desgracia, para los que se resistan a creer, Jesús es causa de su perdición.
Por Pbro. Carlos Sandoval Rangel

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